Muros que se deslizan, espacios que respiran.
El fusuma es uno de los elementos más distintivos de la arquitectura tradicional japonesa. A primera vista, parece simplemente una mampara opaca y deslizante hecha con madera ligera, papel y tela. Pero en realidad, el fusuma encarna una forma completamente distinta de entender el espacio, la intimidad y la flexibilidad en la vivienda.
A diferencia del muro occidental, rígido y definitivo, el fusuma es móvil, temporal, mutable. Puede separarse o abrirse con un gesto mínimo.
Hoy delimita una habitación; mañana la disuelve.
El espacio japonés no es fijo: se adapta al momento, al clima, a la emoción, a la estación del año.
Esto refleja una verdad esencial: la vida cambia, y la arquitectura debe saber acompañar ese ritmo.
A través del fusuma, los interiores tradicionales se articulan como una coreografía de vacíos y transiciones.
No hay habitaciones cerradas, sino umbrales que se negocian.
Abrir un fusuma es abrir una posibilidad, es permitir que dos mundos se toquen —el salón y el jardín, la penumbra y la luz, la compañía y la soledad.
A menudo están decorados con motivos naturales: montañas, nubes, aves, bambú… No son ornamentación superficial, sino continuación del entorno natural, pintura que respira con el lugar.
Y sin embargo, el fusuma no se impone. Su presencia es ligera.
No busca llamar la atención, sino desaparecer cuando se lo necesita.
Ese es el gesto del diseño japonés: servir sin gritar, habitar sin ocupar.
En la filosofía de Iwakura Studio, el fusuma representa la arquitectura que escucha.
Diseñar no es imponer formas cerradas, sino permitir que el espacio evolucione con quien lo habita.
Dejar que la casa hable, se abra, se repliegue, según lo que pide el día o el alma.
Porque toda arquitectura que respeta la vida debe poder deslizarse con ella.
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